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La Perspectiva de la Lombriz


Un comentario a la Parábola del Sembrador de Mt 13:3

La parábola del sembrador:

Mt 13:3-9
«El sembrador salió a sembrar. Mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino, y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra, y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero cuando salió el sol, se quemó y, como no tenía raíz, se secó. Parte cayó entre espinos, y los espinos crecieron y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oir, oiga»

La explicación de ella que dio Jesús:

Mt 13:18-23
 »Oíd, pues, vosotros la parábola del sembrador: Cuando alguno oye la palabra del Reino y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Este es el que fue sembrado junto al camino. El que fue sembrado en pedregales es el que oye la palabra y al momento la recibe con gozo, pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza. El que fue sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa. Pero el que fue sembrado en buena tierra es el que oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta y a treinta por uno.

Introducción

Esta porción del Nuevo Testamento es muy popular y como Jesús también explicó lo que quiso decir, es fácil de comprender.

El Señor aclaró esta historia desde el punto de vista de quien regresa día tras día a su campo sembrado para observar los resultados, analizando el crecimiento de las plantas y viendo cómo y por qué algunas no producen o se mueren. Jesús enseñó desde la perspectiva del sembrador.

Pero miremos esta parábola de una manera diferente, desde otro punto de vista. Jesús dijo que la palabra del reino es sembrada en nuestro corazón. Obviamente entonces, en la parábola se nos identifica como el terreno, la tierra dentro de la cual aquella semilla es echada. En esta ilustración nosotros somos la tierra.

Entonces consideremos hoy el campo sembrado de esta parábola, no desde el ojo del sembrador ni desde el ojo de un ave, sino mirando como si la tierra -nuestro corazón- tuviese ojos para ver lo que ocurre en su interior.
Miremos ...¡desde la perspectiva de la lombriz!

La palabra del reino

La explicación de Jesús comienza diciendo: Cuando alguno oye la palabra del Reino. Al leer esto a veces pensamos que esa “palabra del reino” son los Santos Evangelios, y en realidad, aunque ambos conceptos están muy emparentados, debemos diferenciarlos. Claro que el Evangelio son palabras del reino, sí, expresiones del reino de Dios; pero aquí se está mencionando algo más específico. La palabra del reino se halla dentro del Evangelio. “En medio del cielo vi volar otro ángel que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los habitantes de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo. (Estas palabras se hallan en el libro de Apocalipsis 14, 6-7) Decía a gran voz: «¡Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado. Adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas!”.

El ángel 'tenía' (quizá podríamos agregar que lo tenía 'en sus brazos') el Evangelio, el cual debía ser predicado (digamos, 'derramado', para poder entender mejor el concepto. Aquí vemos que el Evangelio es aquello que Dios utiliza para hacer llegar Su palabra a los hombres. Como si fuese un envase, contiene dentro de sí la palabra del reino y la acerca al entendimiento de los hombres.

La misma semilla de la parábola aporta para que comprendamos: el Evangelio es la cáscara que recubre y protege a la palabra del reino hasta que ésta es sembrada en el corazón. De naturaleza diferente a su contenido, la utilidad de la cáscara termina al quedar sembrada la semilla. El apóstol Pablo rozó este tema una vez, diciendo: (1ª Cor. 15, 37) “...lo que siembras no es el cuerpo que ha de salir,...” La parte externa, la que se ve, la que se siembra y el contenido, lo que sale de adentro de la semilla, son dos cosas distintas. Ese envase es para cuidar el contenido hasta que éste llega a su lugar dentro de la tierra, y luego se disuelve y deja que brote la porción de verdadero valor, la sustancia viviente que se habrá de reproducir, la palabra del reino. La cáscara de la semilla sería una figura del Evangelio.

¿Qué es, entonces, esa “palabra del reino”?

Para el caso de la semilla sembrada en nuestros corazones el apóstol Juan tiene la respuesta. Él dijo que: (Jn. 1, 1) en el principio de todas las cosas La Palabra (el Verbo) ya existía y que esta palabra (el Verbo) estaba con Dios y que la palabra (el Verbo) era Dios. (Jn. 1, 14) “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre.” Juan lo aclara bien: Jesús mismo es “la palabra del reino” venida en carne.
 
La palabra del reino no es el Evangelio, pero el Evangelio nos la revela. Jesús dijo una vez: (Jn. 5, 39) Escudriñad las Escrituras, (...) ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida. El texto es claro; la vida no está en las Escrituras, no está en el Evangelio, no está en la cáscara; la vida está en Él, en el Verbo del reino.

La parábola dice que esta 'palabra del reino' es sembrada en los corazones, y con ello da a entender que la vida de Jesús es puesta en nosotros. Es interesante, no se nos pregunta si queremos. Dios manda a sembrar a Cristo en nosotros de gracia y en cada corazón que le dé lugar se repite el milagro de la virgen María: La naturaleza divina entra a la naturaleza humana.

Así, cuando el Evangelio es aceptado,  trae al corazón una naturaleza nueva, una naturaleza que es -por supuesto- distinta a la del terreno. La semilla divina cae dentro de una naturaleza oscura e inerte, pero no le preocupa ser envuelta en tinieblas, pues dentro de sí tiene suficiente vida y luz para producir sobre la superficie un resultado fructífero. Si se la admite abajo, arriba, en el nivel de provecho para el hombre, en el nivel de los frutos, prontamente se verá que en tierra antes árida florece una planta que nunca se habría pensado poder tener.
Nuestras reacciones

Esta parábola ilustra el deseo de Dios de tener comunión con su creación, explicando en forma figurada por qué envió su Evangelio a los hombres. Pero no es eso lo único que muestra.

También revela nuestra reacción frente a ese paso que Dios da hacia nosotros.

Y vemos que el terreno, nuestro corazón, ese lugar del cual surgen todas las motivaciones que guían nuestras vidas, no siempre  está de acuerdo con lo que Dios quiere.

Dios siembra vida, pero parece que no todos queremos esa vida.

Junto al camino

Una de las reacciones del hombre al intento de Dios de acercarse aparece apenas iniciada la lectura.

Parte de la semilla cae fuera del terreno arado. Queda afuera y se la comen las aves. Interpretamos la figura considerando que los de junto al camino representan a quienes rechazan, a los que no creen en el Evangelio, pensando que los casos siguientes representan a quienes menos o más han creído y permiten que la palabra del reino crezca en ellos. Puede que esa interpretación sea correcta; sin embargo, la lombriz (recordemos que hemos trasladado nuestro punto de vista al nivel de la lombriz) no capta tanta sicología. Apenas si percibe que la semilla junto al camino cayó en un terreno endurecido por las pisadas y que había quedado expuesta. La lombriz capta poco, pero suficiente. Entendió que las aves se comieron la semilla porque el terreno no le dio entrada, porque no le dio lugar, porque no la cubrió, no la envolvió, no la abrigó. Como lo expresara el apóstol Juan al principio de su Evangelio: (Jn. 1, 11) “A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron”.  

Dios envía su semilla de luz y vida también a los lugares duros, la lombriz la oyó caer; pero los corazones  muy compactados en sí mismos, endurecidos, no la dejan entrar. Esa tierra pierde lo que le es dado de arriba y nunca se hallará en ella fruto de vida.

La vida que hay en Jesús puede germinar en los corazones, por eso es sembrada en ellos, y todas las promesas y el futuro de abundancia que representan las semillas pueden hacerse realidad en los hombres; pero para ello el Evangelio necesita hallar lugar, la semilla necesita ser aceptada, pues las palabras del Evangelio solamente dejarán salir su contenido si son recibidas, si nuestro corazón las envuelve y las rodea, si las abrazamos.

Pedregales

Otra semilla había caído en terreno pedregoso y porque en ese suelo había muy poca humedad, el sol la secó. Jesús explicó que se trata de la persona que recibe feliz la palabra del reino, pero que posteriores aflicciones la hacen rechazarla. Relacionamos esta palabra “aflicción” con las diferentes persecuciones sufridas por la Iglesia a través de las edades. Pero, de nuevo, la lombriz no alcanza a pensar en martirios. La única persecución que la lombriz alcanza a percibir es la que se produce debajo de la superficie, la que se presenta cuando la nueva naturaleza que entró empieza a desarrollarse  y empuja la tierra requiriendo de más espacio para sí misma. Cuando la cáscara se abre y ese pequeño brote sale a la superficie para darles a los hombres la alegría de la vida, en la oscuridad de abajo hay conflicto: la raíz de Dios está penetrando más y más en el corazón. Los conflictos y persecuciones mencionados por Jesús no son sólo los que levantan los incrédulos contra los creyentes. Es que en este terreno hay ahora una semilla que está dejando salir una raíz de vida y luz, y esa luz le produce aflicción a la oscuridad de nuestro corazón, golpeando como una luz fuerte sobre las pupilas y haciendo que los ojos se cierren de dolor. El Santo viene con Su luz a la oscuridad de nuestras naturalezas, y el desconocido choque de lo santo con lo vil nos duele, nos molesta.  Reaccionamos, y según sea nuestra actitud ante ese avance, lo aceptaremos, o nos negaremos a él.

Los pedregales mencionados por Jesús son nuestros rechazos. Aquí no se menciona un gran y único rechazo, pero se hace notar que hay pequeños y quizá constantes rechazos a Su deseo de afirmarse en nosotros, a su raíz de descender más profundamente en nosotros. El terreno pedregoso es un corazón que acepta que Jesús ponga de Sí mismo en él, pero que también se opone a los intentos de Dios de enraizarse en el corazón.

Un terreno pedregoso tiene asimismo otra particularidad. El agua que cae sobre él se escurre rápidamente. Es un terreno que no retiene la humedad, como lo dice la misma parábola. El agua del cielo no puede evitarse cuando cae, pero puede dejarse escurrir rápido si no está el deseo de retenerla.

Este terreno acepta y cobija la semilla, y se goza en Jesús y posee vida verdadera por un tiempo, vida que promete, pero no guarda la humedad celestial dentro de sí, y la vida finalmente se pierde.  Al negarse a guardar el crecimiento de esa raíz en su ser la deja morir.

Espinos

“El que fue sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa”.

Desde la perspectiva de la lombriz, lo que esto significa es que todo estaba andando bien con la plantita del reino adentro del corazón hasta que le fueron negados los nutrientes que el Reino de Dios requiere para producir el fruto. Las piedras fueron removidas, el agua no se diluyó, la humedad quedó, y la raíz se pudo extender, pero no recibió de nosotros nuestra parte. La tierra necesita ser arada y preparada porque eso la capacita para retener el agua de la lluvia o del riego que la raíz necesita para desarrollarse. Pero el agua del cielo no es el alimento de la raíz. La raíz se alimenta de lo que la tierra le proporciona. El agua disuelve  de la tierra su esencia, y eso alimenta a la raíz.

¿La esencia de la tierra? Sí, la raíz se nutre de lo que la tierra tenga para ofrecerle.

¿El Ser Divino necesita de nosotros para desarrollarse en nosotros?  ¿Depende de nosotros, como si sin nosotros no pudiera hacerlo?

Este Dios puede convertir las piedras en pan cuando quiere, y de tres pancitos puede alimentar a una multitud. Este Dios creó el mundo  y todo lo que existe con solamente Su palabra. No, no depende ni necesita de nosotros para mantener Su vida. Pero quiere que participemos en este proyecto. Su propósito es hacer algo conjunto. El fruto que resulte será formado con partes de Él y con partes nuestras. Su naturaleza se afirmará en nuestro corazón y crecerá y dará fruto; pero se nutrirá de nosotros. Y cuando ese fruto aparezca, Él no dirá: “Qué buen fruto he dado”, sino que echando todos los beneficios sobre nosotros, dice: “¡Qué buena tierra!¡Cómo produce!”. La tierra que por sí misma no puede hacer nada termina recibiendo la alabanza por los frutos que se obtuvieron de la planta. Sin la semilla no habría cosecha; sin embargo el campo se lleva los laureles. ¡Qué Dios éste! Todo lo hace él, pero se despoja de su honor y nos pone ese manto a nosotros. ¿Solamente por qué? Por haber honrado Su Persona al confiar en Él y haberle dado todo el lugar que deseaba. Por eso no se limita a pedir un lugarcito donde poder hacer crecer su plantita, un rinconcito apenas de nuestro corazón, sino que hace empujar su raíz hacia abajo y la hace extenderse hacia todos lados, porque busca unir lo Suyo con lo nuestro. Quiere ser una sola cosa con nosotros. Al darnos a Jesús enteramente, anhela que nosotros nos entreguemos también enteramente. La semilla trae todo lo que es de Jesús y pide todo el terreno de nuestro corazón.

Los nutrientes llegan a las raíces gracias a las lluvias del cielo, pero los espinos son más rápidos en llevarse el alimento, y la buena planta pierde su parte. Dios desea alimentar su planta porque sabe que el fruto a obtener es mucho y muy provechoso, pero los hombres a veces prefieren no darle todo solamente a Él. Y comparten sus nutrientes con otras raíces que aceptaron en su seno.

¿Cuáles son esas preocupaciones de este siglo y el engaño de las riquezas que ahogan la palabra?  Podemos esbozar algunas ideas, mas no parece fácil de definir. Pero es bueno que conozcamos que los espinos tienen una particularidad: viven, se expanden, crecen, extienden ramas y hasta tienen flor; pero es todo para sí mismos. No darán fruto útil a nadie. Consumirán los nutrientes de nuestras vidas sin dar nada a cambio. Nos usarán para sí mismos hasta dejarnos gastados y sin beneficio.

Quienes en su corazón permiten espinos junto a la semilla de Dios viven una dualidad que los engaña y que impide alimentar correctamente la raíz de la Vida Verdadera. De estas personas,  aunque le hayan dado a Dios mucho lugar y por ello la raíz y la planta exterior de Su semilla hayan crecido, al final Dios no obtendrá lo que espera. Y el terreno que alojó a los espinos también quedará sin fruto. Jesús dijo (Jn. 15, 8): “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto”. Los espinos ahogan la gloria del Padre.

No se dice en la parábola si esa planta rodeada por los espinos muere, pero conociendo cómo actúan los espinos, nos atrevemos a decir que también este terreno perderá lo que podía haber tenido. Aunque durante mucho tiempo convivió con la semilla santa, su final eterno quedará vacío.

30, 60, 100

El último grupo. La buena tierra. La que dio fruto. Es interesante observar que Cristo no parece estar molesto en absoluto que no todos producen a ciento por uno. Sus propias palabras son que algunos darán a treinta y otros a sesenta, pero a Él no le parece mal. La cantidad no parece ser lo más importante, sino la entrega, y eso anima mucho al corazón que busca agradarle.

Cualquiera sea la razón por las diferencias, lo que se destaca es que todo este grupo era terreno que no se opuso al ingreso de la raíz de luz en sus vidas, y que a su tiempo, por rendirse ante la invasión del Santo, dieron fruto. Si hubiesen reaccionado negativamente contra el empuje de la raíz dentro de ellos, no habrían producido nada; pero aceptaron, y el Padre fue glorificado en el fruto de ellos.

Consideremos por un momento qué hace que una tierra sea buena. Los agricultores saben algo acerca de esto, y de ellos aprendemos que lo que hace que una tierra sea de calidad, además de poseer los nutrientes necesarios y de ser limpia de elementos contraproducentes, es su capacidad de retener el agua de la lluvia. Un terreno pedregoso deja que el agua se escurra hacia abajo, dejando a la planta rápidamente sin humedad y los espinos se roban el agua y el alimento que es para la buena semilla. Pero la tierra buena es aquella que, esponjosa, retiene el agua por mucho tiempo, y la raíz puede entonces ser alimentada por un tiempo largo. La buena tierra se mantiene húmeda,  retiene por mucho tiempo lo que le es dado de arriba, y eso favorece a la semilla (que también ha venido de arriba). El profeta Isaías, en su capítulo 55, verso 10, explica cuán importante es el agua del cielo: Riega la tierra y la hace germinar y producir...

La tierra buena se ocupa en retener tanto como le sea posible la lluvia que viene sobre ella, porque ha entendido que esta provisión es vital para la semilla. Se goza que lo que viene del cielo la refresque y la llene, pero sabe que esto no es para ella, sino para alimento de la semilla que tiene dentro. La buena tierra es la que ha reconocido que la semilla tiene vida y promesas de mucho fruto cuando llegue a madurar, por lo cual deja de buscar lo suyo y se pone del lado del cielo para cuidar lo que fue sembrado en ella.

¿Qué de nosotros?

Habiendo meditado un poco en esta historia, nos vemos frente a algo que no habíamos pensado: parecería que  algunos menos, otros más, todos tenemos características de lo que la parábola muestra.

A veces oponemos con piedras la entrada a la luz que muestra nuestro pecado, a veces dejamos que nuestro cristianismo se mezcle con lo mundano, y muchas veces no nos preocupa retener lo que de Dios desciende sobre nosotros para alimento del Cristo sembrado en nuestros corazones. Pedregales, espinos, flaqueza en retener el agua del cielo.

Muchos de nosotros no creíamos que esto estuviese en nosotros.

El tema es preocupante, pues al dar lugar a cualquiera de estas cosas, estamos indicando que Dios mayormente no nos interesa. Con estas acciones declaramos que esa semilla que fue sembrada en nosotros nos gusta, sí, y ofrecemos algo de terreno como para convencer que la recibimos con agrado, pero no queremos todo lo que esa semilla trae consigo; no nos es tan importante. De hecho nos negamos a su crecimiento en nosotros dejándola en medio de piedras y espinos. Le decimos: “Dios, danos de lo tuyo...”, pero agregando: “sólo que no pidas de lo nuestro”. Su Persona no nos es del todo grata. Nos creíamos mejores que esos infieles, los incrédulos, esos de junto al camino que por sus durezas no lo recibieron, mas en rigor a la verdad, tampoco nosotros Lo queremos; ese espíritu que atribuíamos a quienes rechazaban el Evangelio también parece que existe en nosotros. “A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron”. Párrafos más arriba, cuando recordábamos estas palabras de Juan, no nos referíamos a nosotros; sin embargo,...

Pero seamos benévolos con nosotros mismos.

Aunque tengamos el conflicto de en parte desear a Dios y en parte rechazarlo (digamos que esto es subconscientemente), vamos a suponer que en realidad (externamente decimos que) queremos que Dios obtenga las cosas tal como a Él le gustaría. Tenemos una naturaleza tan opuesta a la Suya que no somos capaces de transformar nuestro rechazo en una genuina aceptación, pero supongamos que queremos ponernos del lado de Dios.

¿Cómo haremos?

Quizá lo primero sea creerle a Jesús cuando dijo que con nuestros esfuerzos no podemos cambiar. Un profeta de la antigüedad dijo hablando en nombre de Dios: (Jer. 2, 22) “Aunque te laves con lejía y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dice Jehová, el Señor”.

Jesús expresó algo en ese mismo sentido: “Ningún hombre puede hacerse ni un poquito más alto de lo que es, no importa cuanto lo intente”. Y así como la tierra nada puede hacer por sí misma, tampoco nosotros logramos modificar ninguna de nuestras características. Lo que es, es, externamente y en lo interior. Humillémonos y aceptemos la sentencia de Jesús. Esto debería ser el primer paso hacia el cambio, porque, es asombroso, pero los hombres no aceptamos que no podemos. Siempre estamos convencidos que si nos estiramos un poco más y ponemos suficiente empeño y esfuerzo sí podremos ser más altos, y por creer así, hemos producido acciones que creemos que son los frutos que Dios quiere. Creemos que si hacemos buenas obras y caridades lavaremos las manchas de nuestros pecados. Pero es un error.

Es el error de Adán que se repite. Dios le dijo una cosa, pero Adán prefirió creerle a Satanás: “¿Dios te dijo eso? No..., no es tan así...” y por aceptar esa mentira hoy toda la humanidad está sumida en tremendos sufrimientos.

Este error nos convence que por haber aceptado las palabras del Evangelio tenemos que esforzarnos (nosotros, la tierra incapaz de hacer nada) por cumplir la voluntad de Dios y que cuando logremos hacerlo estaremos brindando fruto (¿santo?) que agradará a Dios. El enemigo de nuestras almas nos convenció que con una Biblia en casa y con ir a la iglesia ya somos cristianos y ahora “podemos”, por lo tanto “hagamos”. Hemos sido convencidos que desde el momento que Jesús se acerca a nosotros dejamos de ser impotentes y que ya podemos dar fruto. ¡Pero si nosotros somos tierra! Jamás se ha visto que tierra pueda dar nada. El fruto no lo dará la tierra, lo dará la semilla.

Tierra y semilla son dos cosas  distintas. ¿Cómo hemos podido pensar que la tierra podría dar algo? ¿Sólo porque en un rinconcito tiene una semilla? ¿Cómo no entendimos que el secreto no es tratar de fabricar fruto sino de cuidar la semilla? Es verdad, sí, que las Escrituras dicen que la tierra es bendita cuando produce grano en lugar de espinos, pero tanto para grano como para espino, la planta brotó de una semilla, nunca del terreno. El terreno es donde todo sucede, pero no es lo que lo produce. La tierra jamás producirá nada viviente. El hombre jamás producirá nada celestial, su naturaleza es terrenal. Y sencillamente no produciremos fruto porque nuestra naturaleza no es para eso.

La tierra no tiene la capacidad para reproducirse; su naturaleza es distinta de la de la planta y nunca dará fruto; ¡y menos la clase de fruto que el cielo espera ver!

Caímos en una trampa. Fuimos inducidos a creer  que nuestra inerte, sucia, y oscura tierra sin vida estaba capacitada para dar fruto -¡y fruto santo!- sólo por el hecho de que la Santa Semilla fue sembrada en ella. Pero andamos día tras día repitiendo una y otra vez las mismas frases: “no puedo”, “quiero agradar a Dios, pero es muy difícil ser cristiano”, “intento, pero no alcanzo a cumplir con todos Sus mandatos”, “me esfuerzo, pero es muy pesado”. No logramos cumplir la voluntad de Dios.

¡Qué contraste!, ¡Estamos convencidos que podemos y sin embargo vivimos frustrados porque no podemos!

Es que fuimos creados solamente para llevar el fruto, no para producirlo. Aprendamos de la analogía de la parábola. Somos tierra. Hagamos lo que sí podemos -y debemos-; el Santo quiere extenderse, cedámosle el terreno.

Recién entonces, si aceptamos que nosotros no podemos darle a Dios lo que Dios espera, estamos en condiciones de dar el paso siguiente.

El terreno en el cual se siembra la semilla celestial tiene un cuidador. Hay un hortelano aquí, el cual limpiará todo lo que no es bueno si ve que hay alguna posibilidad de obtener resultados. Si hay piedras, las sacará, si espinos van a consumir los nutrientes designados para la buena semilla, los arrancará. Si es necesario trabajar la tierra, ararla, darla vuelta, capacitarla para retener el agua, lo hará. ¿Nos hemos humillado, reconociendo que no podemos?  Pidamos perdón por haber intentado ofrecer frutos que no son ni parecidos con los que Su semilla quiere dar y extendamos nuestras manos al hortelano pidiéndole que trabaje en nuestro terreno. Que lo prepare, que haga en nosotros lo que Su semilla necesita.

Este segundo paso consiste en expresar claramente que queremos que el hortelano de nuestros corazones venga a arreglar las cosas. No obrará si no lo pedimos. Es sorprendente, pero Dios ha dejado en nuestras manos permitir o negar a la semilla de Dios el uso de nuestro terreno. El Dios Todopoderoso golpea a nuestra puerta, por la mirilla nos muestra esta parábola haciéndonos conocer su deseo de venir y desarrollarse; pero se queda afuera esperando nuestra decisión.

La llave para admitir o negar a Dios en nuestras vidas está en nuestras manos.

La llave: Entender

Jesús dio a conocer esta llave: ”Cuando alguno oye la palabra del Reino y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que fue sembrado en su corazón”. Y luego, ”Pero el que fue sembrado en buena tierra es el que oye y entiende la palabra, y da fruto”. La llave es entender.

El primero no entendió la palabra del reino, la semilla ni siquiera quedó en él; el último sí la entendió y esa semilla se multiplicó. Rechazar la semilla celestial o aceptarla depende de que entendamos la palabra del reino.

Entonces, ¿entender qué?

Al darnos vida Dios tenía en mente un propósito. Y para girar nuestra llave hacia Dios necesitamos entender que Dios no nos creó para llevarnos al cielo, ¡sino para poner el cielo en nosotros!

Jesús quiere poner en nosotros esa naturaleza que dice: ”Padre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo..”., ¡En la tierra como en el cielo! Esa es la naturaleza del Hijo de Dios. Esa es la naturaleza de esa semilla, la palabra, el verbo del reino de Dios.

¡Él quiere que la raíz de Su vida y de Su luz llene los lugares oscuros y muertos de nuestros corazones, que la tierra comprada con su sangre sea tan llena de Su raíz que dé fruto en abundancia. Ese es el propósito que nuestro corazón ha de entender. Si entendemos eso, giraremos la llave para que el Hortelano entre y haga lo que tenga que hacer, y hallaremos que sucederá en nosotros lo que leímos: el que oye la palabra, (...) la recibe con gozo; y el que (...) la entiende; (...) da fruto.

Jesús dijo: Sin mí nada podéis hacer. Pero podemos alinearnos con Él y permanecer en Él: (Jn. 15, 4-5) “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer”.

Encontremos ese lugar en Él y seremos limpiados de las piedras y los espinos para llevar mucho fruto que glorificará al Padre.

Miremos hacia arriba como lo haría la lombriz hacia la gran raíz que está empezando a crecer sobre ella. Concentrémonos más en la raíz que crece adentro del corazón que en los frutos que se verán afuera. Consideremos lo que somos y lo que Dios puso adentro de nuestro corazón y miremos cada día hacia arriba, hacia la palabra que el Padre hace llover para alimento de esta semilla que está en nuestros corazones. Asegurémonos que ésta pueda profundizar en nosotros cada día más, pues entonces, a su tiempo, habrá fruto que glorificará al Padre.

Digámosle a la Raíz: -¡Crece en mí!

Abracemos a la Raíz de vida y luz que anhela crecer en el terreno de nuestro corazón, pues ella clama: Dame, hijo mío, tu corazón, para que pueda llevar fruto en ti.

Juntemos nuestras voces a la del Espíritu Santo y digámosle: ¡Ven, Señor Jesús! Entonces se cumplirá esa palabra que dice:  Y el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!